miércoles, 28 de julio de 2010

Carlos Vega

Hace ya su buen tiempo una persona me comentó acerca de una época de su vida en la que fue pseudo gótica, goticoide, o alguna cosa suficientemente similar. A pesar de ello, y he aquí lo interesante (1), esta Johnny persona de la que vengo hablando, según declaró en aquella ocasión al menos, jugaba con las flores. O las recogía. O las olía. O algo (2).

Como denota mi maravilloso uso de la retórica, los góticos y las flores son más o menos incompatibles. Hasta acá la cosa es de conocimiento público: todos saben que las flores no son, precisamente, rudas, oscuras, sangrientas, vampíricas, ni mucho menos. Por lo que no es de extrañar que yo le haya preguntado algo así como “¿la dura?”(3); ella (4) me contestó, en palabras que ni pretendo inventar (5), que para qué. O sea: ¿para qué odiar a las flores?

La conversación, según recuerdo (6), terminó en eso. Ella ya ni la recuerda, pero yo me quedé pensando (7). Porque, sinceramente, ¿para qué? Cierto es que la sensación de pertenencia, que la trascendencia, que todas esas estupideces que a algunos escritores de poca monta les ha dado por tratar (8), pero, repito, ¿para qué? Quiero decir: si las flores son bellas, si huelen bien, si son, en el fondo, algo disfrutable, ¿para qué convencerse de lo contrario? ¿No sería mejor, simplemente, disfrutarlas, que para eso están?

Comprendo que parte de seguir un cierto ideal o ser parte de un grupo es seguir dicho ideal o seguir las normas de pertenencia del grupo. Comprendo, pues, que un gótico que guste de las flores no es exactamente lo más gótico habido y por haber. Que, dicho de otra manera, tal práctica podría cerrarle las puertas que intenta abrir al definirse como algo (9). Mas por eso mismo he de insistir otra vez y hasta la muerte (10): ¿para qué? ¿No está, acaso, en cada uno el cómo percibe la flor, y, por ende, el dejarse maravillar por ella? Y si aquello siempre es posible en la medida en que uno lo permita, ¿no resulta mucho mejor, como decía antes, pasarlo bien que pasarlo mal?


He dicho que las flores están ahí para disfrutarlas. Pero quizás su función sea también un tanto mayor: nos recuerdan que hay belleza en las cosas más simples. Sólo hay que estar abierto a encontrarla.

Por Carlos Vega*

Notas

(1) Tan interesante que no puedo dejar de anunciarlo, vea mire.

(2) Conociendo a la persona en cuestión, vale decir, al Johnny de turno, cabe imaginarse cualquier cosa. El ejercicio resulta infinitamente entretenido. Infinitamente, oh sí.

(3) Mis palabras exactas fueron “¡Vaya, pero qué cosa tan poco probable! ¿Está usted bromeando?”.

(4) ¡Maldición, he revelado el sexo de Johnny!

(5) O recordar, como se lo quiera ver.

(6) Según invento. No podía dejar pasar la oportunidad.

(7) Me costó, sí.

(8) No me refiero a mí, claro, porque yo soy un genio.

(9) Cierto que todos somos algo, pero se entiende a lo que voy. ¿No se entiende? Pues en peras y manzanas: hay quienes escogen ser una pera o una manzana para pertenecer al cajón correspondiente. Y ellos dirán “yo soy pera, y por lo tanto hago esto y no esto otro, y me visto de pera, y vivo como pera”. Con lo que, por lo menos, ya está la sensación ulterior de ser parte del cajón. Tema antiguo, lo sé, pero no quiero que mis lectores se me pierdan. Fontanarrosa me enseñó eso.

(10) Eso por seguir con los temas góticos, lógico.

* Carlos Vega (Santiago, 1984). Licenciado en Literatura Creativa por la Universidad Diego Portales

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